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Extensión
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1 foja
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Resumen
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Invitado a participar en el Segundo Congreso Internacional de Calidad Total, en la sesión final se explicó cómo y por qué es conveniente la calidad total para el trabajador, para la empresa, para el país y para el consumidor..
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Tipo
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Publicación
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Clasificación
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UAMC.MAGC.01
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Sububicacion
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Sobre
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Texto completo
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~iguel Angei.Gran~a~d~o~s~
C~h~a~p~a~====~~~~~~--~~~~==~~======~==============~--U-n_a_d_e_s_u_s-es-turu
-·an-t-es_s_e_a_cer_c_
a _p~-a~
Z.--ltc.-
1 Cj 4 o · ""
• Calidad total y consumo
• Viacrucis (no muy) imaginario
1
nvitado a participar en el Segundo
Congreso Internacional de Calidad
Total, en la sesión final del jueves
29, en que se explicó cómo y por qué es
conveniente la calidad total para el trabajador, para la empresa, para el país y
para el consumidor, en tomo de este último aspecto leí las lineas que siguen:
-~·varu.n.:xv
v .u
J:U.
VV1VlllCl J:.J\,1
V C1fl~, Uli) ...-
ponen de dos automóviles. El ejerce libremente su profesión de abogado y ella
enseña biología en una prep~atoria p~
ticular.
La mañana de este día imagin~io comienza mal. Mejor rucho, la noche precedente ha sido ya ingrata. No pudieron
prodigarse la ternura que los desbordaba; el ruspositivo que ella utiliza en
pro de la planeación familiar se le descuadró. Lo colocaron mal en el lujoso
hospital donde el ginecólogo tiene su
consultorio, y no sólo le provoca hartas
molestias, sino que ofrece riesgos en que
no quieren incurrir. Por añadidura, las
cortinas recién puestas no son tan espesas como en el muestrario y dejan que
entre, chillante y ofensiva, la profusa
luz neón de un enorme anuncio de
vodka finlandés situado sobre la azotea
del edificio vecino.
De cualquier modo, hay que entr~ en
la vida. Ella enciende la luz, pero de inmeruato vuelve la oscuridad, pues prematuramente se funden los filamentos
del foco. Al levantarse, él tropieza con
el borde de la alfombra, colocada a la
carrera por operarios no se sabe si sólo
presurosos o mal entrenados. Nunca purueron reclamar por ello, porque el número telefónico era casi ilegible en la
confusa tarjeta que dejó el vendedor, y
al joven abogado de este relato se le dificulta leer la minúscula inscripción, porque la óptica no se ajustó a la receta del
oftalmológo y no ha tenido tiempo de
volver a que corrijan los anteojos.
Los chicos se alistan para ir a la escuela. La pequeña sufre una demora
porque, no obstante que sus frágiles dedos apenas presionan, sus mallas se rasgan al momento de ponerlas. Es preciso
busc~ otro p~. El contratiempo es hoy
problemático porque como ha ocurrido
toda la semana, esta vez tampoco podrá
llegar el autobús escolar hasta la puerta
del eruficio. Lo impiden las zanjas abiertas hace ya muchos días por la compañía
telefónica. Es neces~io por lo tanto caminar hasta la esquina y allí esperar, con
la incertidumbre de si el autobús llegará
pronto o ya se m~chó.
Los padres se bañan. Ella sospecha
que el frasco del champú fue rellenado
con quién sabe qué, porque no produce
la espuma que espera. El tarda en secarse porque la felpa de la toalla, de tan
rala, sólo esparce sobre su cuerpo el rocío dejado por la regadera, en vez de
absorberlo. Ambos, cada uno a su
turno, comprobarán que el tubo del
dentífrico contiene casi tanto aire como
pasta.
El camina hasta el pasillo en busca del
diario, cuya suscripción fue rufícil tomar. Varias veces le ofrecieron la visita
del agente, que vino sólo después de esfuerzos tales que p~ecía que él trataba
de vender y no de compr~ un servicio.
El periódico no ha llegado, a pesar de
que son casi las ocho. En el fondo se
alegra, porque a menudo le incomodan
y hasta irritan,las inexactitudes e insuficiencias en la información. Por añadidura, después de que simplemente lo
Asistentes (voluntarios o no) al festival de reggae por
el estadio del Atlante • Foto: José Antonio López
hojea, tiene que lavarse las manos, así
de entintado viene el ejemplar. Y aun
tiene que cuidar que la negrura impresa
no contamine el albeante mantel, ya levemente raído pese a su juventud.
Ella, mientras tanto, exprime a ·mano
toronjas, pues el taller de reparación de
electrodomésticos anexo a la gran tienda
de departamentos, no le ha devuelto aún
el extractor de jugos que se atora desde
recién comprado. Sólo la buena educación de ambos les impide devolver,
cuando advierten que el cereal importado sabe a humedad y que la leche se
agrió, de seguro porque fue comprada
en la calle, ya que para eludir el precio
oficial los proveedores no la surten a los
comercios establecidos.
Eligen oir la radio. Su emisora favorita está hoy inauruble. Brota del receptor un zumbido que no saben si procede
de la estación o del aparato. De cualquier modo, operan el dial y caen con el
locutor-cómico que parece querer vengarse, con los ruidosos y malos chistes
que asesta a su auditorio, de la derrota
electoral de 1988. Quisieran, a cambio,
ver la televisión, pero desisten apenas la
encienden, porque allí hay anuncios y
no noticias.
Salen del departamento. El lucirá durante un rato la huella de un beso que
ella dejó entre la boca y la mejilla, con
un lipstick comprado como indeleble.
Ella huele bien, pero la fragancia se evaporará pronto, tan luego se diluya el fijador del perfume que fue su regalo de
cumpleaños.
El auto de él no circula ese día. Ella,
por lo tanto, lo acercará a una estación
del Metro. En el estacionamiento, ella
insiste sin éxisto en hacer arrancar el coche. ¡Pero si acaba de salir de la afinación! deplora. Y se asusta con la idea de
llevarlo de nuevo al taller de la agencia
autorizada. Teme que se lo entretengan
días enteros, en los que ella estará colgada al teléfono para localizar al recepcionista, que nunca está en su lugar y
cuando accede a contest~ pide que se le
llame de nuevo en la tarde, para ver si
entonces está en condiciones de saber en
qué momento quizá sea entregado el coche.
Impaciente, él vacila entre esperar o
busc~ una pesera o un minibús que lo
lleve al Metro. Pero se queda, ante el
fantasma de lo que puede ocurrirle: !ueh~ contra decenas de peatones que
quieren dejar de serlo, p~a apretujarse,
uno entre quince personas, en un espacio donde sólo debe haber diez; y ver el
trayecto interrumpido por un motociclista de tránsito que no procura el bie-
nestar de los pasajero·s, sino el suyo
propio, satisfecho el cual deja que siga
su camino la jaula rodante, sólo durante
el tiempo preciso para detenerse una vez
más, ahora de modo irremeruable, al
chocar contra otro ejemplar de la misma
especie, que también confundió la avenida con una pista.
Por fin ~ranca el auto. Salen del garage sin obstáculo alguno, pues la
puerta eléctrica ha tiempo que dejó de
funcionar, y no hay p~a cuándo venga
el servicio que la deje como nueva.
Bueno, como nueva no, porque desde
que la surtieron tuvo fallas debidamente
impugnadas ante la Procuraduría del
Consumidor, donde la conciliación se
resolvió extrañamente en favor de los
proveedores.
Tras recibir en el rostro una nueva
impronta labial que con la primera forman una flor caprichosa y llamativa, él
baja en la estación Coyoacán. Es fin de
mes, y una larga fila de compradores de
abono está formada ante la taquilla,
pero adentro no hay nadie. Cartulinas
apresuradamente redactadas indican
que los empleados protestan por la aplicación de un programa de calidad total.
Luego de unos minutos, los usuarios son
autorizados a entrar gratis, pero son ya
tantos, que se aglomeran en los andenes,
donde esperan que los convoyes regularicen su tránsito.
En el camino, ella intenta aprovechar
los altos para termin~ de corregir exámenes de sus alumnos. Desiste cuando el
papel corriente se desgarra y cuando
deja de fluir la tinta en el plumón comprado apenas ayer. Consigue llegar a
tiempo al colegio, pero ya frente al plantel, pierde varios minutos porque los padres de familia, primero muertos que
caminar diez pasos, se estacionan hasta
en quinta fila y obstruyen la entrada al
estacionamiento, improvisado en un
lote baldío junto a la escuela.
Al firmar su tarjeta de asistencia, ella
recibe la instrucción de dar su clase en el
auditorio. Eso significa que falta alguno
de sus compañeros maestros y tiene que
suplirlo. Se entera, en efecto, que alguien se quedó varado en Guadalajara,
porque la aerolínea vendió sobrecupo y
cerraron el vuelo por anticipado; el
maestro, además, llegó tarde porque el
taxi contratado desde la noche anterior
no llegó a recogerlo al hotel. Ella suspira
resignada, pues tiene ya costumbre de
dar clase a muchos más alumnos de los
que debería atender, ya que sus grupos
regulares llegan a tener hasta cincuenta
alumnos, en vez de treinta y cinco como
se recomienda.
explicar que no hizo la lectura ene~gada porque el libro de texto tiene en
blanco precisamente las páginas asignadas, y en la librería no pudieron canjearlo por otro en buenas condiciones
porque, dijeron, está agotado y no se
sabe cuándo lo reeditarán. Su padre explicó a la chica que las empresas de ~tes
gráficas suelen tener menor capacidad
que la requerida por la industria erutorial.
El, a su vez, salió del Metro como
pudo y caminó hasta su despacho. Subió
a pie los cuatro pisos porque un apagón
en la zona impedía el uso del ascensor.
Al pas~ por la segunda planta se cubrió
la nariz con el pañuelo, para evitar la
fetidez experuda por la basura dellabontorio de análisis clínicos, acumulada
én el descanso; y al pas~ por el tercero,
se tapó los oídos, p~a que no lo ensordecieran las máquinas de coser del taller
de maquila.
Su secretaria no había llegado.
Cuando jadeante arribó por fin, explicó
que el taxista quería aplicarle una sobretasa, no obstante que ya está vigente la
nueva tarifa. Revis~on juntos la agenda
y pretendieron hacer las primeras llamadas del día. Fue imposible: casi narue
estaba todavía en su oficina, o las llamadas no entraban; y cuando se conseguía
establecer alguna comunicación, casi de
inmeruato se cruzaba otra, cuyos protagonistas amenazaban la conversación o
causaban ridículas confusiones. El deciruó entonces dict~ demandas y memoranda. Se concentró especialmente en un
juicio nuevo, un orrunario mercantil en
que reclamaba el pago de daños y perjuicios, porque de un voluminoso pedido, a su cliente le llegaron sólo
zapatos izquierdos.
A la hora de la comida lo recogió su
socio, que venía de tribunales. Se dirigieron al restaurante donde debían encontrarse con potenciales nuevos
clientes. Llegaron cuarenta minutos
tarde, por la circulación densa. El tuvo
que dejar a su socio en el automóvil y
anticiparse a entrar, porque no funcionaba el ofrecido servicio de valet p~a
estacionar los autos en el establecimiento. Al mal humor de sus comensales se sumó el del capitán de meseros,
que resintió el rechazo a su untuosa
oferta de un delicioso (omitió decir que
también carísimo) c~rusel de m~iscos,
para batanear, y no se ahorró un mohín
de disgusto cuando supo, al recoger la
orden, que todos eran abstemios y sólo
beberían jugo de tomate.
Por la tarde ... Por la tarde, y a la
hora del crepúsculo, y por la noche, esta
lóbrega historia podría continu~. Por
supuesto, se trata de un cuadro cargado
de tintas negras. Hasta por razones estadísticas es imposible que se reúnan todas
las adversidades que hemos inventado, y
que caigan encima de esta infortunada
f~ia. Pero es verdad, en cambio, que
todos los días se advierten los efectos
negativos de mil pequeños y grandes
descuidos, ineficacias, tretas y displicencias. No provocan sólo un problema
mercantil, porque el tema no se reduce a
las ventas, al mercado. Se trata de algo
de mayor trascendencia.
La falta de caiidad, la calidad insuficiente es un problema social. Su práctica
cotidiana genera un consumidor, es decir una persona, es decir un ciudadano,
o suspicaz o sumiso. La falta de calidad
engendra falta de calidad. Contiene un
potencial subversivo, de verdadera disolución social, porq'Je propicia el cinismo
y la frustración colectiva, la simulación
de todos contra todos.
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•
- •
DpDUJOfDí
en
siquiera parcial, en los bienes y
que un consumidor requiere, la vida cotidiana puede ser intolerable. Así buscan ·
mostrarlo las siguientes (no muy) imaginarias peripecias en que invento un consumidor típico. Así como hay pecadores
estándar, hay consumidores promedio.
Este tiene treinta años, está casado con
una guapa esposa de 27; han procreado
dos hijos, viven en un departamento en
condominio en la colonia Del Valle, disponen de dos automóviles. El ejerce libremente su profesión de abogado y ella
enseña biología en una preparatoria particular.
La mañana de este día imaginario comienza mal. Mejor dicho, la noche precedente ha sido ya ingrata. No pudieron
prodigarse la ternura que los desbordaba; el dispositivo que ella utiliza en
pro de la planeación familiar se le descuadró. Lo colocaron mal en el lujoso
hospital donde el ginecólogo tiene su
consultorio, y no sólo le provoca hartas
molestias, sino que ofrece riesgos en que
no quieren incurrir. Por añadidura, las
cortinas recién puestas no son tan espesas como en el muestrario y dejan que
entre, chillante y ofensiva, la profusa
luz neón de un enorme anuncio de
vodka finlandés situado sobre la azotea
del edificio vecino.
De cualquier modo, hay que entrar en
la vida. Ella enciende la luz, pero de inmediato vuelve la oscuridad, pues prematuramente se funden los filamentos
del foco. Al levantarse, él tropieza con
el borde de la alfombra, colocada a la
carrera por operarios no se sabe si sólo
presurosos o mal entrenados. Nunca pudieron reclamar por ello, porque el número telefónico era casi ilegible en la
confusa tarjeta que dejó el vendedor, y
al joven abogado de este relato se le dificulta leer la minúscula inscripción, porque la óptica no se ajustó a la receta del
oftalmológo y no ha tenido tiempo de
volver a que corrijan los anteojos.
Los chicos se alistan para ir a la escuela. La pequeña sufre una demora
potque, no obstante que sus frágiles dedos apenas presionan, sus mallas se rasgan al momento de ponerlas. Es preciso
buscar otro par. El contratiempo es hoy
problemático porque como ha ocurrido
toda la semana, esta vez tampoco podrá
llegar el autobús escolar hasta la puerta
del edificio. Lo impiden las zanjas abiertas hace ya muchos días por la compañía
telefónica. Es necesario por lo tanto caminar hasta la esquina y allí esperar, con
la incertidumbre de si el autobús llegará
pronto o ya se marchó.
Los padres se bañan. Ella sospecha
que el frasco del champú fue rellenado
con quién sabe qué, porque no produce
la espuma que espera. El tarda en secarse porque la felpa de la toalla, de tan
rala, sólo esparce sobre su cuerpo el rocío dejado por la regadera, en vez de
absorberlo. Ambos, cada uno a su
turno, comprobarán que el tubo del
dentífrico contiene casi tanto aire como
pasta.
El camina hasta el pasillo en busca del
diario, cuya suscripción fue difícil tomar. Varias veces le ofrecieron la visita
del agente, que vino sólo después de esfuerzos tales que parecía que él trataba
de vender y no de comprar un servicio.
El periódico no ha llegado, a pesar de
que son casi las ocho. En el fondo se
alegra, porque a menudo le incomodan
y hasta irritan,las inexactitudes e insuficiencias en la información. Por añadidura, después de que simplemente lo
Asistentes (voluntarios o no) al festival de reggae por el Día Mundial contra
el estadio del Atlante • Foto : José Antonio López
hojea, tiene que lavarse las manos, así
de entintado viene el ejemplar. Y aun
tiene que cuidar que la negrura impresa
no contamine el albeante mantel, ya levemente raído pese a su juventud.
Ella, mientras tanto, exprime a ·mano
toronjas, pues el taller de reparación de
electrodomésticos anexo a la gran tienda
de departamentos, no le ha devuelto aún
el extractor de jugos que se atora desde
recién comprado. Sólo la buena educación de ambos les impide devolver,
cuando advierten que el cereal importado sabe a humedad y que la leche se
agrió, de seguro porque fue comprada
en la calle, ya que para eludir el precio
oficial los proveedores no la surten a los
comercios establecidos.
Eligen oir la radio. Su emisora favorita está hoy inaudible. Brota del receptor un zumbido que no saben si procede
de la estación o del aparato. De cualquier modo, operan el dial y caen con el
locutor-cómico que parece querer vengarse, con los ruidosos y malos chistes
que asesta a su auditorio, de la derrota
electoral de 1988. Quisieran, a cambio,
ver la televisión, pero desisten apenas la
encienden, porque allí hay anuncios y
no noticias.
Salen del departamento. El lucirá durante un rato la huella de un beso que
ella dejó entre la boca y la mejilla, con
un lipstick comprado como indeleble.
Ella huele bien, pero la fragancia se evaporará pronto, tan luego se diluya el fijador del perfume que fue su regalo de
cumpleaños.
El auto de él no circula ese día. Ella,
por lo tanto, lo acercará a una estación
del Metro. En el estacionamiento, ella
insiste sin éxisto en hacer arrancar el coche. ¡Pero si acaba de salir de la afinación! deplora. Y se asusta con la idea de
llevarlo de nuevo al taller de la agencia
autorizada. Teme que se lo entretengan
días enteros, en los que ella estará colgada al teléfono para localizar al recepcionista, que nunca está en su lugar y
cuando accede a contestar pide que se le
llame de nuevo en la tarde, para ver si
entonces está en condiciones de saber en
qué momento quizá sea entregado el coche.
Impaciente, él vacila entre esperar o
buscar una pesera o un minibús que lo
lleve al Metro. Pero se queda, ante el
fantasma de lo que puede ocurrirle: luchar contra decenas de peatones que
quieren dejar de serlo, para apretujarse,
uno entre quince personas, en un espacio donde sólo debe haber diez; y ver el
trayecto interrumpido por un motociclista de tránsito que no procura el bie-
nestar de los pasajero's, sino el suyo
propio, satisfecho el cual deja que siga
su camino la jaula rodante, sólo durante
el tiempo preciso para detenerse una vez
más, ahora de modo irremediable, al
chocar contra otro ejemplar de la misma
especie, que también confundió la avenida con una pista.
Por fin arranca el auto. Salen del garage sin obstáculo alguno, pues la
puerta eléctrica ha tiempo que dejó de
funcionar, y no hay para cuándo venga
el servicio que la deje como nueva.
Bueno, como nueva no, porque desde
que la surtieron tuvo fallas debidamente
impugnadas ante la Procuraduría del
Consumidor, donde la conciliación se
resolvió extrañamente en favor de los
proveedores.
Tras recibir en el rostro una nueva
impronta labial que con la primera forman una flor caprichosa y llamativa, él
baja en la estación Coyoacán. Es fin de
mes, y una larga fila de compradores de
abono está formada ante la taquilla,
pero adentro no hay nadie. Cartulinas
apresuradamente redactadas indican
que los empleados protestan por la aplicación de un programa de calidad total.
Luego de unos minutos, los usuarios son
autorizados a entrar gratis, pero son ya
tantos, que se aglomeran en los andenes,
donde esperan que los convoyes regularicen su tránsito.
En el camino, ella intenta aprovechar
los altos para terminar de corregir exámenes de sus alumnos. Desiste cuando el
papel corriente se desgarra y cuando
deja de fluir la tinta en el plumón comprado apenas ayer. Consigue llegar a
tiempo al colegio, pero ya frente al plantel, pierde varios minutos porque los padres de familia, primero muertos que
caminar diez pasos, se estacionan hasta
en quinta fila y obstruyen la entrada al
estacionamiento, improvisado en un
lote baldío junto a la escuela.
Al firmar su tarjeta de asistencia, ella
recibe la instrucción de dar su clase en el
auditorio. Eso significa que falta alguno
de sus compañeros maestros y tiene que
suplirlo. Se entera, en efecto, que alguien se quedó varado en Guadalajara,
porque la aerolínea vendió sobrecupo y
cerraron el vuelo por anticipado; el
maestro, además, llegó tarde porque el
taxi contratado desde la noche anterior
no llegó a recogerlo al hotel. Ella suspira
resignada, pues tiene ya costumbre de
dar clase a muchos más alumnos de Jos
que debería atender, ya que sus grupos
regulares llegan a tener hasta cincuenta
alumnos, en vez de treinta y cinco como
se recomienda.
Una de sus estudiantes se acerca para
explicar que no hizo la lectura encargada porque el libro de texto tiene en
blanco precisamente las páginas asignadas, y en la librería no pudieron canjearlo por otro en buenas condiciones
porque, dijeron, está agotado y no se
sabe cuándo lo reeditarán. Su padre explicó a la chica que las empresas de artes
gráficas suelen tener menor capacidad
que la requerida por la industria editorial.
El, a su vez, salió del Metro como
pudo y caminó hasta su despacho. Subió
a pie los cuatro pisos porque un apagón
en la zona impedía el uso del ascensor.
Al pasar por la segunda planta se cubrió
la nariz con el pañuelo, para evitar la
fetidez expedida por la basura del labontorio de análisis clínicos, acumulada
én el descanso; y al pasar por el tercero,
se tapó los oídos, para que no lo ensordecieran las máquinas de coser del taller
de maquila.
Su secretaria no había llegado.
Cuando jadeante arribó por fin, explicó
que el taxista quería aplicarle una sobretasa, no obstante que ya está vigente la
nueva tarifa. Revisaron juntos la agenda
y pretendieron hacer las primeras llamadas del día. Fue imposible: casi nadie
estaba todavía en su oficina, o las llamadas no entraban; y cuando se conseguía
establecer alguna comunicación, casi de
inmediato se cruzaba otra, cuyos protagonistas amenazaban la conversación o
causaban ridículas confusiones. El decidió entonces dictar demandas y memoranda. Se concentró especialmente en un
juicio nuevo, un ordinario mercantil en
que reclamaba el pago de daños y perjuicios, porque de un voluminoso pedido, a su cliente le llegaron sólo
zapatos izquierdos.
A la hora de la comida lo recogió su
socio, que venía de tribunales. Se dirigieron al restaurante donde debían encontrarse con potenciales nuevos
clientes. Llegaron cuarenta minutos
tarde, por la circulación densa. El tuvo
que dejar a su socio en el automóvil y
anticiparse a entrar, porque no funcionaba el ofrecido servicio de valet para
estacionar los autos en el establecimiento. Al mal humor de sus comensales se sumó el del capitán de meseros,
que resintió el rechazo a su untuosa
oferta de un delicioso (omitió decir que
también carísimo) carrusel de mariscos,
para botanear, y no se ahorró un mohín
de disgusto cuando supo, al recoger la
orden, que todos eran abstemios y sólo
beberían jugo de tomate.
Por la tarde ... Por la tarde, y a la
hora del crepúsculo, y por la noche, esta
lóbrega historia podría continuar. Por
supuesto, se trata de un cuadro cargado
de tintas negras. Hasta por razones estadísticas es imposible que se reúnan todas
las adversidades que hemos inventado, y
que caigan encima de esta infortunada
familia. Pero es verdad, en cambio, que
todos los días se advierten los efectos
negativos de mil pequeños y grandes
descuidos, ineficacias, tretas y displicencias. No provocan sólo un problema
mercantil, porque el tema no se reduce a
las ventas, al mercado. Se trata de algo
de mayor trascendencia.
La falta de caiidad, la calidad insuficiente es un problema social. Su práctica
cotidiana genera un consumidor, es decir una persona, es decir un ciudadano,
o suspicaz o sumiso. La falta de calidad
engendra falta de calidad. Contiene un
potencial subversivo, de verdadera disolución social, porq•1e propicia el cinismo
y la frustración colectiva, la simulación
de todos contra todos.
-
Persona o institución mencionada
-
Calidad total y consumo